Recibí la carta de mi abuela. Trataba de recordarla, pero fue en vano. No tenía ningún recuerdo de ella. Sólo sabía que ella botó a mi madre cuando mi padre falleció. Por aquel entonces yo tenía seis años. Ahora después de veintidós años volvería a ver a quien no recuerdo.
La abuela, según su
carta, quería ver a todos sus nietos, tenía algo muy importante que decirnos.
Supuse que llegaba al final de sus días, pero no fue así. Viajé junto a Angélica,
mi esposa. En realidad fue ella quien me animó a viajar. “Viaja, ve con tu
abuela, así vas a saldar cuentas con el pasado”, susurraba, mientras
reposaba su cabeza en mi hombro.
Llegamos a una casa
enorme que parecía una hacienda suspendida en el tiempo. La casa contrastaba
con la pobreza de aquel poblado que languidecía asentado en aquel desolado
valle del que tanto me habló mi madre. A pesar de que todo me pareció extraño
sentí que me acercaba a algo tan profundo que tenía que ver conmigo. Además esa
casa fue alguna vez mi hogar porque ahí fue donde mis padres vivieron, no sé si
felices, pero estuvieron juntos conmigo y eso fue lo más importante para mí.
Creí que me
encontraría con los otros nietos de mi abuela, pero no, nadie había llegado aún,
tan sólo se encontraba Martín, un viejo lacónico que era el pastor de mi
abuela. “Pero si eres igualito a tu padre”, me dijo al verme de pies a cabeza.
Y quedó más sorprendido aún cuando vio a Angélica, “es igualita a tu madre, santo
cielo”, exclamó con cierto temor al persignarse. Una vez recobrado por la
impresión, titubeando nos dijo que mi abuela se encuentra esperándonos en Uchupampa,
lugar en donde pasta todo su ganado. Para llegar allá, uno tiene que ir a
caballo y el viejo pastor tenía tan sólo dos caballos. Sin pérdida de tiempo
partimos de inmediato, ya que nos esperaba ochos horas de viaje. Angélica iba junto
conmigo. Durante el trayecto, ella apretujaba su cuerpo junto al mío y temblaba,
supuse que era porque era la primera vez que iba a caballo o por el frío que arreciaba,
pero no fue así, ella sentía cierto temor. “Angélica, no tiembles, estás con
migo, sabes”, “lo sé, Juan, pero hay algo raro en todo esto”.
Llegamos a Uchupampa
antes de que el sol se oculte. Al bajar del caballo quedé sorprendido por la
cantidad de ganado que tenía mi abuela. Al instante sentí el respiro de Angélica,
“Juan, este lugar está encantado, esto no puede ser real, mira el ganado es incontable”.
En ese momento vi que el viejo Martín hablaba diligentemente en quechua a una
de las vacas que mugía como si estuviera enferma, mientras ésta se acercaba
como si se dispusiera a recibirnos.
La oscuridad no
tardó en llegar y poco a poco nos cubrió como un manto. El viejo pastor al
vernos tiritar por el frío nos llevó a la pequeña casa de piedra en donde según
él se encontraba mi abuela. Pero al ingresar no la encontramos. Algo nervioso,
el viejo Martín mencionó que tal vez la abuela se fue a arrear el ganado y
pronto llegaría. Angélica me miró a los ojos muy preocupada, no dije nada, sólo
atine a abrazarla para que se calmara un poco. Mientras esperábamos, alumbrados
tan sólo por un viejo candil ennegrecido, el pastor me preguntó por mi edad, veintiocho
respondí, ante mi respuesta se puso nervioso y vio de reojo aquella pequeña puerta, donde según él
se guarda el cuero del ganado. Ante mi impaciencia, el pastor me contó que
conoció a mi padre. Según su memoria, mi padre llegó al pueblo luego de muchos
años de ausencia cuando tenía mi edad junto a mi madre. Mis padres llegaron sin
cobre alguno. Por aquellos años, en muchas comunidades el ganado solía morir
por la inclemencia del clima o afectados por alguna enfermedad. Mientras muchas
parejas salían de la comunidad, la presencia de mi padre junto a mi madre fue
vista con mucha extrañeza. Un día mi padre subió a aquel cerro llamado Antapata,
lugar en donde apenas crecían las papas y ahí encontró un torito de piedra.
Luego de tal hecho su ganado empezó a aumentar, las vacas parían dos críos.
Todo fue bonanza. Eso causó extrañeza entre todos los comuneros del pueblo,
quienes veían como algo extraño tal suerte. Con el paso de los años mi abuela
fue quien más se enfrascaba en pleitos por la suerte de mi padre. Pero un día
mi padre murió, según mi madre en un accidente.
Al preguntar al
viejo cómo murió mi padre, calló y un silencio se apoderó en el interior de aquella casa, el ambiente se sentía tan
enrarecido que parecía que las piedras se iban a juntar en cualquier momento.
No recuerdo bien que sucedió luego. En la mañana desperté junto a Angélica, a
quien abrazaba fuertemente porque el frío calaba hasta los huesos. Grande fue
nuestra sorpresa cuando nos dimos cuenta que yacíamos junto a una enorme roca
enclavada en un desolado paraje.
No sé cuanto
caminamos, pero logramos salir de aquel sospechoso paraje. En la comunidad de
Ichupata, próxima al pueblo de mis padres, una vieja con sorpresa nos contó, al
escuchar nuestro relato, que mi abuela, la vieja usurera, como la llamaba,
murió hace mucho tiempo y que aquel viejo pastor se encuentra preso de una
maldición que le lanzó mi abuela. “El
viejo está encantado por el cerro, no ves que siempre para solitario, no puede
salir por más de tres días de la altura, luego de ese tiempo enferma. A las
vacas de tu abuela, el pastor las llama mis “gringas”, cuando sale fuera de la
comunidad él dice que son ellas quienes le llaman y por eso no puede salir”.
Si mi abuela está
muerta, no sé quién escribió y me envío aquella carta. Además, no sé por qué
pero desde aquel día sospecho ya casi todo de lo que pasó en ese lugar, incluso
no sé si mi padre murió en un accidente o murió al enterarse de algo tan
desconocido aún para mí.
Juan Archi Orihuela
Lima, jueves 11 de
junio del 2015.